La mente, aquello que denominamos consciencia y, que hemos escogido como rasgo para definirnos como seres humanos y alejarnos ciegamente del resto de la naturaleza, es un producto evolutivo y colectivo. Así mismo: la moralidad humana, el conocimiento para el bien o para el mal. Los entresijos de la mente humana se componen de esta compleja mezcla,  por lo que no es posible la fuga lejos de lo trágico de nuestra condición: el cuerpo y la mente -los escenarios de la diversidad de la experiencia, la imaginación y las creencias- no podrán escapar de la naturaleza pero tampoco a la huella de lo social “que retornará a lo psíquico en la voz de la conciencia”.

El sueño, el delirio, la transposición de una realidad alterna se han vuelto los recursos metafóricos clásicos para representar la maldad, la violencia o los tabú civilizatorios fundantes del orden actual. Las olas de este universo moverán los males de las perversiones que se ocultan en los intersticios del cuerpo y la mente. Esa reverberación del deseo colectivo se expondrá cómo la luz de fuga que busca la disociación funcional del sujeto contemporáneo para poder existir. Desde la realidad virtual más extrema a los vínculos de redes de odio imaginado han figurado las oscuras zonas en las que se ha definido el quehacer ético de la sagrada familia, del trabajo redentor, de la ciencia virtuosa y moral, del arte salvífico y de la historia como maestra de vida. Todas estas consignas caerían en la modernidad tardía de mitad del siglo XX. La posguerra anunciaría el triunfo de un cuerpo odiado y amado. Un cuerpo inferior y sometido emerge para volverse objeto de rechazo y burla. Mediante la disociación, estos cuerpos prohibidos, se revelarían contra una alienación civilizatoria en la que la última opción de salvación estará en el humilde lugar que nos dejaron para la imaginación.

Escrito por Jazmin Muñoz Gálvez y Andrés Amado.